Roberto Arturo Fontana nació en Sauce, provincia de Corrientes. Vivió hasta los siete años en un ambiente agreste, con casas de chapa y adobe que se separaban en cuadras una de otra. La suya fue la primera en tener luz eléctrica proveniente de un molino instalado en el medio del patio de tierra. Cuando falleció su padre, el mentor de esa isla lumínica, su mudó a Buenos Aires junto a su madre de 25 años y sus tres hermanos.
Se enfermó de tristeza. Sanó lentamente. Estudió dibujo y pintura en escuelas porteñas, pero sus trazos poco tienen que ver con la urbe. Colores, formas, temáticas, todo vuelve a aquellos recuerdos de su fugaz infancia plasmada en la memoria. Volvió cuantas veces pudo, y del eterno retorno del centro a la periferia, coincido con Marta Taba, quedan vestigios en la obra.
Osamenta de caballo y toro, ramas, flores secas, insectos, ranas, sombrero de paja, herradura oxidada. Un microcosmos, una máquina del tiempo o una pequeña provincia en conserva, simula su taller de trabajo en Mar del Plata, desde donde extrae olores y colores remotos.
El paisaje verde agua y el marrón pálido del litoral se entrometen cada vez que pueden en sus cuadros, así como el “Tero” deja su huevo en la siembra y lo defiende con espuelas al pasar. Don Chiro quien le curó el dolor de oídos escupiéndole el humo del tabaco; Doña Florentina, que para sacarle el insomnio clavó un cuchillo al pie de la cama por tres días. Y como los pintores latinoamericanos, lo fantástico, lo erótico y cómico fueron sus fuentes, y la narrativa su manera de fotografiar historias.
Sin rosar siquiera el anacronismo o la vacuidad, su obra conserva una vigencia atemporal por la constancia de lo narrado. De García Márquez, de Toledo en México, de Ponciano Cárdenas(su maestro), de todos ellos se desata un hilo y se atan nudos en artistas como Roberto, que lejos de negar sus raíces, usa como impronta personal la tierra arcillosa.
Tatiana Fontana
Lic. Comunicación Social